Fragmento de novela inédita: Motivos Sentimentales

Capítulo 14

Esa noche Octavio encontró a su mujer durmiendo destapada sobre la cama. Tuvo entonces la intención de abrigarla. Pero no lo hizo por temor a despertarla. Diamela pasaba a veces por temporadas de sueño ligero y cualquier ruido extraño conseguía despertarla abruptamente, con el consiguiente mal humor que suele sobrevenir después, y en el caso concreto suyo podía alcanzar niveles patológicos. Prefería en esa ocasión verla durmiendo, aparentemente tranquila. Y acaso por primera vez durante su vida matrimonial, Octavio se encontró a sí mismo en medio del silencio y la soledad de la habitación, observándola dormir. Sólo entonces, como saliendo de un estado de aturdimiento general -en el cual hubiese estado sumido por largos años-, poco a poco comenzó a tomar cierto grado de conciencia de los estragos causados por los años en el cuerpo de Diamela, ayer maravilloso y angelical como nadie mejor que él lo podía recordar.

Sus pupilas se habían detenido primero en los pliegues del cuello, pliegues que -acaso por la misma posición en que se hallaba acostada- se prolongaban más allá de éste, abarcando parte del busto, donde se interrumpían abruptamente. La camisa de dormir impedía a sus pupilas escrutadoras proseguir más abajo su dolorosa prosesión. Luego, su mirada se posó suavemente en una de las manos de Diamela, donde resaltaba la argolla de matrimonio y el anillo de compromiso, cuyos vivos resplandores, refulgentes y propios de los metales preciosos, contrastaban aún más con aquella mano avejentada. No obstante, al descubrir las huellas de la vejez impresas con sus implacables sellos en aquel cuerpo amado, le sobrevino un sentimiento de compasión tan intenso y profundo, que estuvo a punto de besarle las manos, y no sólo éstas, sino también sus hombros desnudos, los cuales todavía cobraban un atractivo resplandor bajo la suave luz amarilla de la lámpara del velador. Sin embargo, al detenerse de golpe frente a sus cabellos, revueltos y sin ninguna plasticidad, acaso del mismo modo como le resultaba posible presumir que se encontrarían sus nervios, se contuvo de hacerlo. Volvió a insuflar su espíritu un sentimiento de piedad infinito, y hasta hizo la firme promesa interior de hacer todo lo posible de ahí en adelante para no hacer sufrir a esa mujer amada.

Después, mientras se desvestía -movido acaso por la emoción producida por el hecho de contemplar a Diamela desde una nueva perspectiva-, llegó hasta su memoria con patética nitidez, el recuerdo de una noche de verano en que él había tenido la ocurrencia y la osadía de despertarla pasadas las dos de la madrugada, con el propósito ciego de hacerle el amor a la luz de un rayo de luna que se filtraba en ese preciso instante por la ventana, iluminando la piel de su cuerpo, terso y lozano entonces, con el mismo color luminoso y resplandeciente de los astros. Conservaba también intacta la impresión de haber sentido por un momento intenso y prolongado, que tener aquel cuerpo hermoso próximo al suyo -satinado por la luz del plenilunio-, era casi como tener un pedazo de cielo metido en el interior de la cama, al que bien podía acariciar y sentir como parte integral de sí mismo, como una maravillosa prolongación del suyo, una vez ambos desnudos y excitados.

No solamente recordaba eso, sino también lo asistía la certeza de haber sido esa la noche que mayor erotismo había despertado al momento de asociar esa luminosidad del astro nocturno con la existente en los ojos de Diamela mientras lo observaba, absorbida también por el deseo. Imagen que pudo revivir en su imaginación durante muchas otras noches posteriores, carentes de ese deseo divino -como le pareció entonces-, y sólo cargadas de un erotismo demasiado animal para liberar como el otro la total ansiedad de sus sentidos una vez excitados.

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