El desenredo. Nouvelle de Miguel de Loyola

Por Rolando Rojo Redolés

eldesenrredoEl rijoso tránsito de la niñez a la adolescencia y, sobre todo esta última con sus descubrimientos y padecimientos, sus exaltaciones y depresiones, sus temores, ansiedades y sobresaltos ante la inminente entrada al mundo adulto, ha sido, es y será atractiva cantera para la literatura. Desde Shakespeare a Vargas Llosa, de Sófocles a “El pan de los años mozos” de Heinrich Böll, la gran literatura se ha hecho cargo de este tránsito inevitable que deja su impronta en el carácter y el espíritu del adulto. Nuestros autores nacionales, no han estado ajenos a este afán de bucear en el alma juvenil. Las bellas páginas de Eduardo Barrios, González Vera, Oscar Castro, Manuel Rojas, Nicomedes Guzmán, Poli Délano y tantos otros, así lo confirman.

 

Hemos tenido el agrado de leer la última novela de Miguel de Loyola: El Desenredo (Bravo y Allende Editores) que también se ocupa y preocupa de este tema universal. En noventa  apretadas páginas, nos narra la historia de unos jóvenes de nuestro pasado reciente que viven, crecen y sufren en el período más ingrato de nuestra historia republicana.

 

Todo transcurre en la fiesta del cumpleaños número dieciséis del Guatón Jaime, muchacho pudiente del barrio, en cuya casa “diferente a las que existen en las calles aledañas, la mayoría construidas en serie…” “se come siempre bien. Incluso, después de la fiesta, suele sobrar. Lo que es mucho decir para estos tiempos de vacas flacas”.

 

La fiesta será de amanecida para capear el toque de queda que obliga a los ciudadanos a permanecer enclaustrados a partir de determinada hora, no por temor a bombardeos de potencias enemigas, sino para tenerlos al alcance de siniestras sombras que suelen desplazarse en la oscuridad de la noche.

 

Y empiezan a desfilar ante nuestros ojos o nuestra mente, la galería de personajes adolescentes cuya amistad se extiende desde la niñez: Ulises, Juan Carlos, Julio César, Marcelo, La Maca, Marcia, “El Negro”, Loreto, Graciela, Gustavo, Carmen Gloria, Rodrigo, Claudia y Martín. Son los mismos niños que, sólo ayer y en de los límites de su barrio, se homogeneizaban en  juegos,  aventuras,  gustos,  travesuras y  ese mundo cálido y protegido de la niñez, pero que hoy empiezan a adquirir sus propias fisonomías, sus identidades particulares, aquellos rasgos  que los harán únicos e irrepetibles en el devenir de sus personales historias.

 

Al compás de la música de sus cantantes y grupos favoritos: “Creedense”, Cat Stevens, Neil Diamond, “Led Zeppelín” van emergiendo los primeros asombros, las prístinas sensaciones, los deslumbramientos vitales que llenan estómagos y cerebros de multicolores aleteos de mariposas: los primeros escarceos sexuales, los primeros amores, el descubrimiento de sus cuerpos, los celos que queman la garganta, las amistades y enemistades, la asombrosa cantidad de experiencias que desencadena la relación hombre-mujer al presentir la totalidad de la personalidad ajena; los ritmos vitales que se desatan al contacto del catalizador  femenino. Y se forman las parejas que buscan la intimidad entre los senderos y recovecos de la casa anfitriona: La Maca y Fernando; Marcelo y Macarena; el Guatón Jaime y Loreto.

 

El lenguaje de la narración es fluido, rápido, coloquial,  no exento de humor, de frescura juvenil y de una buena dosis de poesía: “La música revienta como un dique…y el agua lo va mojando a uno hasta empaparlo por entero. Después comienza el cosquilleo interno, la típica circulación de electrones musicales a través de la red de neuronas del cuerpo, hasta drogar de ritmo los órganos  más sensibles”. A la muchacha amada que los años han transformado en una “diosa”, se la visualiza como : “esos ojos donde podía verse flotando el misterio del universo, sin que causara pavor, sino un entusiasmo desmesurado por aventurarse lo más pronto en él”. Y la noche se contempla como :”un cielo pobre, sin estrellas, vacío de uno de los tesoros más preciados del universo”.

 

Quien nos relata, en primera persona, esta historia juvenil, es el protagonista Martín Pizarro, apodado “El Filósofo” por sus amigos a quienes no les faltan razones. Martín, hijo de un hogar de artistas, (su padre pintor hace imitaciones de Sommerscales “mejores que los del Palacio de Bellas Artes”), cursa cuarto medio y ha llegado a la fiesta motivado por una poderosa razón: encontrarse con Claudia a quien conoce y de quien está enamorado desde la niñez. Claudia pertenece a la vieja generación del barrio, a la de los vecinos que llegaron  antes del Golpe Militar. “Quizás sea esa también otra de las razones por las que la amo. Siento que hemos crecido juntos, porque existe un pasado que nos asemeja, que nos une en el tiempo y en el espacio”.

Pero Martín es un adolescente reflexivo al que el mundo se le presenta como una amenaza incierta. “Siento que me agrada vivir enrollado”. O “enfetado”, agregaríamos, añorando la niñez  donde se sentía feliz, “relajado, satisfecho, sin grandes interrogantes atravesadas como espinas de pescado”. Su soledad y aislamiento lo lleva a imaginarse como: “una araña de techo tejiendo un montón de ideas dispersas en torno a la existencia”. Ni siquiera confía en su propia corporeidad, en su propia existencia. Esto lo lleva a observarse en el espejo y no creer que la imagen reflejada sea la de él. “A veces he vuelto de la calle a mirarme otra vez para…cerciorarme que efectivamente existo, que soy un individuo, que estoy vivo y todo eso”. En las noches, se descuelga por la ventana para fumar en el jardín y contemplar el cielo “vacío de los tesoros más preciados del universo”. Como todo adolescente, temeroso del mundo que pronto abrirá su telón para ofrecer, ante sus ojos contemplativos, un mosaico de responsabilidades, triunfos y fracasos, competitividad y deslealtades, se siente insatisfecho consigo mismo. “Siempre me voy quedando donde mismo, igual que ahora, igual que la mayoría de los malditos sábados de mierda…Igual que en la noches en que envuelto en mi abrigo de animal solitario, permanezco en la calle a la espera de ese rayo de luz celestial, que terminará por encandilar de una vez por todas mi pedazo de vida inútil hacia un destino mejor…”

 

Sin embargo, ese “rayo de luz celestial” no logra encandilarlo. Martín no sabe el rumbo que tomará su vida al egresar del liceo, cuál será su futuro inminente. “Claro que me gustaría estudiar una carrera, pero no tengo ninguna certeza acerca de cuál podría ser realmente esa carrera en particular. Me gusta todo y, a la vez, no me gusta absolutamente nada”. Quizás  Claudia, a quien logra conquistar esa noche de fiesta, sea la luz muy terrenal que  ilumine el sendero a este “Filósofo” que, si de algo está seguro, es que el dinero no le importa. “A mí no me entra ni con jeringa, sé que estoy condenado a ser pobre y palabra que me da lo mismo. Nunca he conocido a alguien de dinero que en verdad valga mucho mantener o prolongar relaciones de amistad”.

 

En El Desenredo el contexto social y político transcurre como  telón de fondo: sin estridencias, sin denuncias, sin resistencia activa, pero con fuertes pinceladas que acentúan el dramatismo de una época cuyas heridas seguirán sangrando mientras no haya verdad y justicia. “Más de alguna vez me ha tocado observar a los bomberos  extraer un cadáver desde el fondo del cauce…Lo que sucede desde que vivimos bajo la tutela de los milicos”. O bien: “Suelen llegar justo minutos antes del comienzo del toque y nadie tiene corazón para devolverlos a la calle, para que sirvan de carnada a los milicos que nos acechan noche a noche igual que lobos hambrientos”.

 

Se siente latir la vida en esta novela de Miguel de Loyola. Desde la perspectiva del joven narrador, los individuos cambian, el barrio cambia, el mundo cambia y Martín   relata con sus urgencias, sus carencias, sus nostalgias, sus reflexiones y desconciertos, sus propios y definitivos cambios.

 

Esta novela, qué duda cabe, pasará a integrar la galería de los buenos relatos de la adolescencia.

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