No juegues conmigo, nena.

Es verdad que desde un comienzo Lorena esquivaba mis besos, mis caricias, mis manoseos. Pero eso al principio me gustaba, era parte del juego de la seducción, estimulaba mis deseos, pero nunca llegué a pensar que terminaría siendo una especie de condena perpetua, que sería la tónica de nuestra relación amorosa durante los años que estuvimos juntos. Y no fueron pocos, a decir verdad, para los tiempos que corren, fue casi una eternidad. Hoy las parejas no están para aguantar esa clase de sutilezas, al primer rechazo, dicen hasta luego y se buscan otra. Pero en esos tiempos no. Además era mal visto socialmente, la gente condenaba todavía a los divorciados, incluso tus propios amigos te abandonaban, solidarizando más con tu pareja que contigo. Ahora en cambio, a pocos les importa y se largan sin más trámite a vivir una nueva experiencia. Una nueva vida, dicen orgullosos, y uno queda con la boca abierta mirando reanudar sus vidas como si nada, nada anormal hubiera pasado en este mundo.   

Lorena nunca fue una mujer fácil de tocar, de abrazar, siempre hallaba el modo de zafarse, de huir, de escapar de una situación que consideraba acoso, acorralamiento, cuasi violación, aunque no le hubieras tocado un solo pelo y tu intención no fuera otra que estar a su lado, sintiendo su perfume, su calor, su electricidad. No podías abrazarla ni menos besarla en público, había que buscar siempre la circunstancia, el momento propicio para robarle un beso, como si aquello fuera un pecado, o bien un acto sagrado que había que mantener en secreto. Sin embargo, en esos primeros años decía que le gustaba estar conmigo, que se sentía protegida entre mis brazos, acaso porque sabía contenerme hasta el último, pero cuando me ponía cargante, esa palabra usaba para no decirme caliente, ya no le gustaba. Entonces me apartaba con ambos codos en ristre,  igual que una quinceañera de los ’70, las cuales —recuerdo— sabían manejar muy bien la distancia durante un baile, especialmente si se trataba de algún lento calentón de Elton Yohn, Billy Joel, Jim Croce, Neil Diamond … Rocket man, The piano man, Time in a bottle, Sweet Caroline…

Lorena se confundía cuando las caricias tomaban cursos considerados por ella peligrosos, se mareaba y te apartaba de un manotazo. Y si no estabas decidido a seguir insistiendo a pesar de eso, a pesar de su negativa terminante, en ese mismo momento se acababa todo. Sí, terminaba todo, no existía ninguna posibilidad de reanudar lo andado, de seguir avanzando por el mismo camino. Si querías reanudarlo, debías partir otra vez de cero. En la juventud eso no cuesta demasiado, claro, en realidad no cuesta nada, pero a medida que avanzan los años se va haciendo cada día más tedioso, cada día más difícil también, probablemente por una cuestión hormonal. Ya no dispones de millones de hormonas en movimiento, sino de un número más escaso.

Esas fueron siempre nuestras mayores desavenencias. Lorena podía pasar semanas sin manifestar ninguna necesidad de caricias ni de besos, sin que eso mellara en modo alguno su estado anímico. No la afectaba en lo más mínimo la carencia o abundancia de arrumacos afectivos de ningún tipo. Su temor a dejarse arrastrar por los instintos siempre fue muy superior a sus deseos. Le temía al lado oscuro, a las sombras, al inconsciente, a perder la razón en buenos cuentas, a dejarse llevar por esas fuerzas incomprensibles. Cuando la llegaba a perder, eso sí, la perdía completamente, y se transformaba en una amante fabulosa, irreconocible momentos antes. Pero el trámite, la previa, acababa a arruinándolo todo. Había que tener sobrada paciencia, no sólo mental, sino física, y esa sobre todo, con los años se agota.

Lorena dejaba para la última hora lo que para uno resultaba de primer orden, inmediato, instantáneo. Buscaba pretextos para dilatar la hora de ir a la cama, inventaba obligaciones en la cocina, en el comedor, salía al patio a fumar, a meter ropa a la lavadora. Entraba y salía por una cosa y otra buscando desviar la atención. En el mejor de los casos, sabiendo que la rondaba esperando la hora de irnos a la cama, solía pedirme un trago, y a veces también otro, demorando la inminencia de la situación como si se tratara de un sacrificio. Aunque eso —pedir un trago— constituía una señal, una señal de algo posible, sin embargo podía frustrarse ante cualquier exabrupto previo a meternos en la cama, como intentar hacerle el amor en otro lugar que no fuera el dormitorio, por ejemplo.

Esas dilataciones interminables, y el hecho de tomar las relaciones amorosas como un sacrificio en vez de un momento de placer, fueron mellando poco a poco nuestra relación hasta la separación definitiva. Mi autoestima andaba por el suelo en los últimos tiempos, me sentía muy poca cosa, disminuido al máximo, sin ningún interés tampoco en seguir insistiendo, por orgullo, por despecho, por rabia. Cuando tu pareja te rechaza sexualmente sólo cabe pensar que le desagradas, que lo haces mal, que no calientas.  Y entonces, acto seguido,  te sobreviene una inseguridad total que te lleva al precipicio. Quieres rebelarte, lo intentas incluso, pero sientes que todavía la amas demasiado como para odiarla por eso. Así pueden pasar muchos años, pero llega un día en que resulta insostenible la situación y dices basta. Te largas a la calle, sales en busca de cigarrillos y no regresas nunca más.

 

 

Miguel de Loyola – El Quisco – Enero del 2004 – Inéditos.

Un comentario en “No juegues conmigo, nena.

Deja un comentario