La agonía del Fantasma, cuento de Miguel de Loyola

                                                                                                                                                                                                                                               Pasadas las diez de la noche el poblado duerme, y sólo a ratos la voz lastimera del Fantasma intercepta el silencio nocturno, entonando esos dos versos de un corrido mexicano aprendidos en su juventud. Después, se lo oye gemir como si un puñal le clavaran en el centro del corazón.

 

              «A la luz de una vela de cera

               me he sentado a escribir estas letras…»

 

La gente sostiene que desde que María Estela lo abandonó, el hombre suele pasar la mayor parte del tiempo ebrio, recostado bajo la sombra de una higuera durante el día, y de noche vagando de casa en casa, pasando a horcajadas a través de las alambradas de púa que separan los deslindes de los patios.

 

Algunos todavía le temen, a otros en cambio, el Fantasma les infunde lástima, pura lástima confiesan. Era un buen hombre, reclaman. Un hombre trabajador hasta que se enamoró de esa.

 

Los niños se asustan cuando se cruzan con él. Aunque otros, más pillos, le tiran piedras para alejarlo como a un animal repelente. Los menos, en cambio, suelen regalarle en el verano alguna rebanada de sandía, y en invierno un pedazo de pan o charqui, envuelto en pura solidaridad.

 

El Fantasma tiene la costumbre, la mala costumbre, reclaman, de aparecer en los momentos y lugares menos esperados. Camino al pueblo, a veces, su chupalla color amarillo tostado emerge detrás de un árbol, o bien por detrás de una loma. Al rato después, se lo oye recitar los mismos versos que para quienes lo identifican, suenan como un viejo santo y seña.

 

-Apréndete otra canción, leso-, le grita a veces Don Vincho, cuando se le aparece de improviso por detrás de los perales del huerto. Pero el no responde. Nunca responde cuando alguien le dirige la palabra. Continúa con su sonsonete, o bien se aleja en silencio. Sus pisadas son las de un puma, blandas, amortiguadas, no dejan huellas.

 

También intercepta repentinamente a los caminantes cuando cruzan en diagonal el espeso bosque de pinos para acortar camino hacia Quillaycillo. Allí la mayoría se asusta, porque el bosque es oscuro y la voz del «Fantasma» se oye lúgubre en medio del silencio y de las sombras oblicuas que caen de los árboles. Por la noche se cruza a veces también ante la gente que sale de sus casas en dirección al retrete de cajón. Por eso los niños opinan que el «Fantasma» está en todas partes, y cuando sus padres los mandan al patio en busca de alguna cosa a la hora del crepúsculo, algunos se resisten por el temor de verlo.

 

Su madre, que es una anciana de más de ochenta años, siempre ha sostenido que Ricardo, porque así se llama, Ricardo Candia Gutiérrez, perdió el juicio por causa de la negra esa. Antes de conocerla era un hombre normal, totalmente normal. Sostiene. La desgracia vino con ella. Ella lo arrastró al vino, a la perdición, al infierno, reclama entre sollozos la anciana.

 

Sin embargo, otros declaran que no, que a Ricardo le fallaba algo desde niño, porque un hombre normal por una mujer no va a perder el juicio, todo el juicio, claro que no, sostienen.

 

Lo cierto es que ahora su anciana madre es la única que lo socorre todavía, la que le da un plato de comida toda vez que se allega hasta su casa. También procura mantenerle ropa limpia, aunque Ricardo se la cambia muy de tarde en tarde.

 

El Fantasma suele entrar a las casas por los patios. No  usa la puerta principal, siempre llega por la de atrás. Es cierto que la mayoría de las casas del villorrio tienen más actividad por ese lado que por otro. Los moradores pasan gran parte del día pendientes de sus aves, de sus animales, de sus árboles frutales, de sus chacras. Rara vez en el pueblo alguien golpea una puerta de entrada, salvo los días domingo, cuando la gran mayoría amanece vistiendo su mejor calzado y su mejor traje. Sólo entonces salen por la puerta principal en dirección a la pequeña capilla existente.

 

Ricardo solía ir también. El sábado antes de acostarse dejaba lustrados los zapatos y la ropa limpia sobre una silla frente a su cama. Al día siguiente se levantaba de madrugada como de costumbre. Se afeitaba, se cortaba los pelos de la nariz, se echaba agua de colonia en el cuello y en las muñecas. Después salía a buscar a María Estela para asistir juntos al oficio religioso cuando venía el párroco.

 

Bajaban de la mano camino a abajo, muy juntos, rozando sus cuerpos jóvenes y alegres. Ella siempre demostrando ternura, amor en buenas cuentas. Ricardo risueño, enseñando una dentadura blanca de alegría y de juventud, de felicidad completa. Para él María Estela era todo lo que podía soñar un hombre en el mundo. Se iban a casar. Eso lo daban por seguro. Se casarían ese mismo fin de año. Comenta siempre la gente. Hasta que llegó la cuadrilla de hombres a construir el puente nuevo que cruzaría un brazo del río. Entre esos venía Canales. Dicen que María Estela se enamoró apenas lo vio con su casco amarillo y su overol azul flamante. Y un sábado en que Ricardo había viajado a la ciudad a comprar unas herramientas que necesitaba para su trabajo en el aserradero, Canales se la levantó sin más trámite.    

 

 Los más sostienen que el hombre la invitó a bajar hasta el pueblo, y que ella, la muy zorra, aceptó la invitación de buenas a primera.

 

 Por allá los vieron de la mano. También los vieron bailando corridos en El Central. Y después, alguien los vio también perderse juntos en los cerros, para el lado de los bosques nativos, espesos todavía de avellanos, robles y quillayes. Pero el lunes cuando llegó Ricardo, nadie le dijo nada. Lo vieron llegar ufano, ansioso de ver a su novia. Antes de ir a su casa pasó por la de ella, pero no la encontró. Le dijeron que andaba en las casas del bajo, buscando afrecho para los chanchos.

 

Por la tarde, después del trabajo regresó a buscarla. Volvió a decirle doña Adela quela María Estelaandaba en las casas del bajo. Dondela Justa, explicó.

 

Recién entonces, dicen que Ricardo paró las antenas. Se dio el trabajo de ir hasta allá mismo, para que doña Justa le saliera diciendo que ala María Estelano le había visto ni la sombra ese día, ni otro.

 

Volvió desconcertado, explican. Pero no se atrevió a insistirle a doña Adela por el paradero de su hija. Se fue directamente a encerrar a su casa, donde sus hermanos le soltaron el cuento sin más trámite.

 

 Al otro día no se levantó, se quedó enterrado en la cama igual que un muerto en su lápida.

 

 -¡Sale a pelear, hombre! -lo espetó uno de sus hermanos. Pero Ricardo no respondió nada. Pasó el día tieso, amortajado por el desconcierto y los celos.

 

Ese mismo fin de semana el puente estaba terminado, así que la cuadrilla de hombres partió, pero Canales se quedó un par de días más pagando pensión en la casa dela Chela Norambuena.Después se largó también, llevándose a María Estela.

 

 Aseguran que cuando a Ricardo le fueron con el cuento que María Estela se había largado con el afuerino, su reacción fue un aullido parecido al de los perros cuando les da por llorar de noche para sublevar a las ánimas. Después, en la madrugada, se puso a tomar, a tomar todo el vino que encontró en la casa, y que cuando se acabó, salió a buscar a las casas de los vecinos.     

-¡Se volvió loco, Ricardo, mire que andar así y a esta hora pidiendo vino! -le dijola Cholinacuando lo reconoció esa noche con el rostro transformado, asomado en la ventana de su casa.

 

 Ricardo andaba en calzoncillos largos y en camiseta vagando por el camino, entonando de vez en cuando ese viejo corrido mexicano que tanto le gustaba.

 

Ahora han pasado más de treinta años. Treinta años seguidos, y Ricardo continúa en la misma situación, recorriendo las casas del pueblo cantando, ocultándose durante el día bajo la sombra de los árboles, y apareciendo otra vez durante la noche. Pero está viejo, incluso más viejo que cualquier otro hombre de su misma edad.

 

Lo cierto es que María Estela regresó sola cinco o seis años después, pobre, vieja, con tres críos a cuestas, y que Ricardo al verla no la reconoció. También dicen que cuando hay luna, a veces se pone cantar ese estribillo mexicano frente a la ventana de la pieza de María Estela. Y que ella se asoma en algunas oportunidades para hablarle. Pero el «Fantasma», cuando la ve, se esconde, y después se larga por el camino hacia otro sitio. Cantando, por supuesto, cantando todavía ese pedazo de canción que se le quedó pegada en la aguja de la vitrola del cerebro, como dicen.

 

 

Del libro Cuentos del Maule, Editorial Bravo y Allende, 2007.                         

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